Novela de NICOLÁS JIMÉNEZ MENDOZA
Presentación
del día jueves 28 de septiembre de 2017,
en CASA ÉGÜEZ.
Por
FRANCISCO PROAÑO ARANDI
“En
el estado en que se encontraba, le era difícil regresar de las alturas de la
contemplación a las que ascendía. Resacas por haber libado el vino amargo de
Dios, decía. Retornaba a la añoranza de las caricias maternas, que no tuvo, a
olfatear su carne de huérfano. A veces encontraba restos de humanidad joven en
él, algo que sobró tras los plazos vencidos, y jugaba con el recuerdo juegos de
sí mismo, para confundirse con el horizonte, y regresaba a sí mismo. Cuando
cesaban las voces y los ruidos del día, se quedaba con la noche para tejerla,
solo y aterido. Entre las brumas heladas del desvelo se filtraban luces”
(Página 176, de El Santo Temor).
El
párrafo transcrito no es el único de esta novela en que parece se sintetizaran,
confluentes, algunos de los temas centrales que sustentan su trama y macan el
destino del protagonista principal, destino que por su parte el autor ha ido
construyendo morosamente, enfrentando mediante la aplicación de diferentes
técnicas narrativas, las profundas contradicciones del personaje en el marco de
una época de la historia del país signada, fundamentalmente, por una perversa
simbiosis de esperanzas y pérdidas, y sobre la cual se proyecta una mirada o,
mejor dicho, un juicio implacable y con seguridad, justo.
Hay
dos niveles referenciales que vuelven a esta quinta novela de Nicolás Jiménez
un texto singular. Singular no solo por las calidades y originalidades de su
escritura, nos solo por las estrategias narrativas utilizadas, sino sobre todo
por los temas que aborda y que, pese a emerger y
desarrollarse en un contexto histórico y espacio geográfico conocidos, resultan
nuevos, inéditos y pocas veces tratados, al menos en lo que conoce quien
escribe estas líneas, en la literatura ecuatoriana contemporánea.
Obviamente
no voy a contarles la historia de la novela, pero no puedo dejar de señalar que
el personaje central, José Emilio Ramírez Calle, es un ser maltratado por la
vida. Maltratado desde la infancia, en
el seno familiar y luego, a través de las diversas y sucesivas, a veces recurrentes
instancias existenciales que deberá recorrer y experimentar. Y, sin embargo, es también
un ser positivo que, incluso cuando está desvalido y abandonado en el cieno de
sus caídas, enfrenta la adversidad y lucha por cambiarla, por erguirse de
nuevo, recuperando una y otra vez su humanidad despojada. No diré más. Sólo
añadiré que ese perpetuo caer y levantarse, que recuerda un poco al Job
bíblico, se enlaza con una problemática que la novela aborda con profundidad y
siempre desde la indagación en los meandros de la conciencia del personaje. Se trata
del tema de la conversión, algo que ha inquietado a e inquieta desde hace mucho
tiempo a filósofos, teólogos, artistas y, naturalmente, escritores.
Repito
una frase del párrafo transcrito más arriba: “Partía una y otra vez, de sí
mismo, para confundirse con el horizonte, y regresaba a sí mismo”. El converso,
el converso que nos interesa en este caso, para entender a un hombre no común,
cual es Emilio Ramírez Calle, es un ser que ha interpelado y cuestionado en
profundidad la realidad que le rodea y que se propone cambiarla, pues la juzga
inicua, opresiva, falaz, vacía y, en todo caso, inaceptable. Esta
confrontación, sufrida con intensidad, y ante la imposibilidad de que aquello
que se desea –el cambio, la felicidad, la redención, lo que fuere-, lleva a ese
individuo concreto a un estado agudo de indigencia espiritual, de
incertidumbre, incluso de profundo cuestionamiento sobre todo aquello en que
creía. Entonces se produce algo así como
una instancia de iluminación y el individuo, indigente, desvalido, abandonado,
sumido en mil incertezas, se yergue, insuflado de una nueva fe, de una nueva
esperanza y un renovado compromiso con aquello que se le revea como el camino
que le faltaba para lograr sus objetivos, su razón de ser y una suerte de
reconciliación con la humanidad perdida.
Pero
al mismo tiempo la asunción de todo ello nuevo y compromisorio trae como efecto
una ruptura total con el pasado, una relativización de todo lo que hasta
entonces ha sido el contorno y el conjunto de puntos de referencia a los que
estaba acostumbrado. Esta ruptura o cesura se suele da al menos en dos campos
aparentemente antitéticos, pero sin duda similares: el religioso y el
ideológico. El religioso comporta una adhesión profunda e intensamente
espiritual y, por tanto, proclive a la obediencia absoluta, en relación con un
dogma de carácter profético, religioso. Los casos más célebres de conversión
religiosa en el seno del cristianismo – catolicismo son los de San Pablo y San
Agustín.
La
conversión ideológica es análoga, si no idéntica: el converso rompe con todo lo
anterior y se entrega con fanatismo al trabajo ideológico en el seno del
partido. En este, en el partido, encuentra su razón de ser, el nuevo seno
materno que lo acoge y al que dedica todos sus esfuerzos vitales. Nace el
verdadero militante, cuya misión en la vida es la que le señala el movimiento,
más exactamente el partido. La historia reciente señala como casos emblemáticos
los registrados en la evolución del partido comunista soviético, en el partido
comunista chino y en otros movimientos similares.
De
la conversión de índole ideológica la novela nos conecta con otro tema
sustancial de la misma: la problemática del militante. La asunción de esta condición
impedirá al personaje a trascenderse a sí mismo. Destacará indudablemente como
organizador, incluso dirigente y se ganará el respeto de unos y el odio y el
desprecio de otros. Le perseguirán, le acosarán, le reducirán –gracias al
acoso, en ocasiones concreto y científicamente perpetrado; a veces, imaginario-
a la condición de guiñapo humano. Una extensa parte se dedica a describir en
detalle el método científico desarrollado por agencias de inteligencia, como la
CIA, para ir despojando de humanidad a un adversario, hasta aniquilarlo
psicológica y socialmente en su entorno. Mas, su condición esencial será siempre
la de militante, ya en su periplo místico religioso, ya en el terreno político-ideológico-
revolucionario: un obstáculo que impide al larvado hombre de acción que en él se
oculta, a revelare y trascender.
También
otra forma de conversión que arrastra al individuo más allá de los lazos tradicionales
que caracterizaban su vida anterior, es la erótica: en este caso, la pasión o
el amor determinan esa ruptura.
Nuestro
personaje, Emilio Ramírez Calle, experimenta en instancias clave de su
itinerario existencial estas tres formas de conversión y de ellas regresará una
y otra vez a su vacío primigenio.
Todo
esto vuelve a la novela de Nicolás Jiménez un texto problemático, que busca descender
e indagar en los laberintos más oscuros y desasosegantes de la condición
humana, llegando a explorar al menos dos dimensiones de ella: el infierno y la
angustia. Es cierto que en ello incide no solamente la personalidad de Ramírez,
sino también los factores externos: toda una galería de seres canallescos,
fracasados unos, triunfantes otros, todos frágiles en su contextura ética, tan
expuestos a los embates de un entorno social inicuo como el protagonista
central. Lo que nos lleva aludir a otro de los temas fundamentales de la obra:
la mirada o juicio que desplaza sobre una época y un contexto social
determinados y reconocibles: la época que nos ha tocado vivir y que el narrador
ubica su inicio con exactitud: 1941, año del nacimiento de Ramírez Calle. En el
trasfondo de esta vida gravitan los grandes acontecimientos históricos:
dictaduras, revueltas, remedos de democracia, golpes de estado, y,
entreveradas, las grandes tragedias: el eterno retorno de la iniquidad y de la
iniquidad, de la corrupción y la delación, de la usurpación reiterada del poder
por las oligarquías o por camarillas inescrupulosas, y, aparejadas, todas las
demás debilidades humanas.
El
narrador, que es distinto al autor y no necesariamente su portavoz, personaje omnisciente
que lo conoce todo o casi todo, se encarga de entregarnos, además, el retrato
de una sociedad, la nuestra, y ese retrato no es gratificante, tanto en lo que
concierne al poder o distintos poderes sucesivos y prevalecientes, como en la
cotidianidad misma de los personajes. Hay personajes como los que frecuentan
las tertulias en las que destaca uno de ellos, Edison Balseca, que enjuician de
un modo más bien crudo y sin ambages la realidad circundante y a quienes se mueven
en ella –corruptos, represores, aventureros, canallas, etc.-, pero ellos
mismos, en su lenguaje, en su mentalidad, en sus apodos, incluido Balseca, son
parte de ese mundo enfermo y enajenante. Entre otros rasgos, su machismo es
aberrante: no hay para ellos mujer que no esté dispuesta a degradarse en las
múltiples escalas de la corrupción que el sistema propone.
Esto
nos induce a señalar algunas de las estrategias narrativas que tornan compleja,
en un sentido de enriquecimiento multisémico del mensaje, a El Santo Temor. En
primer lugar, está la presencia del narrador, este personaje omnisciente e
incluso que opina y enjuicia. En una suerte de Dante criollo, condena o salva,
según los casos, a personajes reales, históricos de nuestra realidad.
Académicos, militantes, dirigentes, camaradas del partido, religiosos, hombres
y mujeres, son invariablemente retratados, a veces en pocos rasgos, por la voz
implacable del narrador que, como queda señalado, no es necesariamente vocero
ni alter ego del autor. El narrador nos acompañará siempre, desde el inicio
hasta el final. Pero hay otro narrador, otra voz: la de un personaje que ya
mencionamos: Edison Balseca. Con extrema frecuencia, entre paréntesis, cortando
a bisel el discurso, la voz de Balseca se introduce, dice su verdad, condena o absuelve.
Este recurso nos remite a la existencia no solo de dos narradores fundamentales
(hay otros, entre ellos, a momentos, el propio protagonista), sino a la
sospecha de dos novelas yuxtapuestas y con encontrados puntos de vista. Una, la
que seguimos página tras página llevados por la voz del primer narrador; otra,
la que intenta obligarnos a ver con otros ojos la situación, desde una
perspectiva distinta y provocadora.
Lo
anterior parecería indicarnos que estamos frente a un texto que se refuta a sí
mismo y nos lleva a recelar de su existencia como novela, al menos en su
sentido tradicional, algo además muy acorde con las líneas del realismo abierto
propio de nuestros días y de la posmodernidad. Para empezar adopta desde su
inicio y hasta la última línea un aire de biografía: biografía novelada, sin
duda. Bajo esta percepción, evidencia una estrategia más bien tradicional:
fecha de nacimiento, antecedentes familiares, infancia y demás instancias
existenciales del protagonista. Dentro
de esta estructura se desenvuelve, implícita, otra, a modo de natural
consecuencia de aquella: la de una novela de aprendizaje. Nivel este
fundamental, puesto que allí anidan los elementos esenciales que inciden en la
infancia y adolescencia del personaje protagónico, fases dolorosas y
generadoras de graves secuelas ulteriores, en las que pululan otros personajes
de cataduras diversas y se delinea, a veces con imágenes precisas, otro
protagonista: la ciudad real, recuperada con exactas denominaciones: calles,
barrios, plazas, templos, mercados, puntos de referencia, lo cual, junto con
otros aspectos significativos, nos lleva a aludir a una dimensión del texto
indudablemente crucial: se trata de que nos encontramos, como se insinúa en la
propia solapa del libro, frente a una narración que participa de ciertas
características de la llamada “Non fiction” o “No ficción”. Abonan a ello,
varios indicios: la comparecencia de personajes reales y conocidos; la
nomenclatura de bares, restaurantes y almacenes que existen o que realmente existieron;
ubicación de esquinas; numeraciones; etc. Sin embargo, como sucede en las novelas
del reciente Premio Nobel francés , Patrick Modiano, la designación precisa de
direcciones e inmuebles, provoca más bien, en la simbiosis con la anécdota que
se cuenta y los puntos de vista del narrador, un efecto, sino surreal, sí
hiperreal, es decir, de todos modos, novelesco o ficcional. En esta encrucijada, la novela de Jiménez
parece abandonar su contextura de “No fiction” o novela testimonial, y
aproximarse a una sintaxis de novela histórica. Ello, porque el periplo vital
del protagonista, se desliza claramente ligado a períodos bien determinados de
la historia ecuatoriana, desde 1941 hasta los albores de la actual centuria.
No
nos detendremos sino solo para subrayarlo en el uso de otros expedientes
narrativos que brindan a la novela una mayor complejidad técnica que, a la par,
la enriquece: por ejemplo, hay un diario, cuya elaboración termina abruptamente
en una fecha precisa; hay pasajes en los que el narrador expone, tanto el
argumento, como el juicio crítico sobre las novelas que escribe y publica el
protagonista, devenido finalmente escritor; hay microfichas biográficas acerca
de determinados personajes, con apodos y todo. Existe una reflexión detenida,
si bien fragmentaria, sobre la génesis y la necesidad del arte, en este caso,
el literario. La novela se retrata a sí misma, se refuta-ya lo dijimos-, se
anula y resucita, reiteradamente.
Así
debemos volver a aquella frase que transcribimos y subrayamos al iniciar estas
reflexiones “Partía, una y otra vez, de sí mismo, para confundirse en el
horizonte, y regresaba a sí mismo”.
Ciento cincuenta páginas más tarde anota el propio Emilio, “con cierta
inseguridad”: “Para cumplir mi destino recibí poco a poco la iluminación y
ejercí poco a poco el poder de crear.
Nací para ser mago discreto –añade-, si se revela mi historia será del
modo más velado, combinándola con la fantasía y la leyenda”. Esta apetencia hacia una peregrina condición
de mago puede entenderse como la posibilidad de intervenir en la transformación
de un mundo injusto, aunque siempre desde la perspectiva no abandonada del
militante: “si se revela mi historia será del modo más velado”, advierte.
Al
cabo, por circunstancias que no me corresponde señalar aquí, todo le conduce a
una desapasionada pero real certeza, lo adverso a todo lo vivido, a todos esos
estadios contrapuestos de iluminación, conversión y derrota: el vacío, anota el
narrador. “El vacío por la ausencia de
su pretendido dios interior”. “Descubrió
–agrega- que su existencia había sido la historia de una paranoia”- “Fue la hora más cruel que hemos vivido”,
frase esta que inevitablemente, por asociación de ideas, nos hace recordar el
episodio quizá más triste de El Quijote,
la hora en que el andante caballero recobra la cordura. Jorge Luis Borges dirá por allí: “Es triste
que Alonso Quijano vea en la hora de su muerte que su vida entera ha sido un
error y un disparate”. Líneas arriba, sin embargo, Borges no ha podido sino
anotar que la forma del género novela exige que don Quijote vuelva a la
cordura.
Como
en el caso de la magna obra cervantina, tal vez narrador y autor y también la
propia novela de Nicolás Jiménez, confundidos en un solo nivel, hayan llegado a
su final conclusión –digo la palabra en su doble acepción: finalización y
también idea a la que se llega después de considerar una serie de datos y
circunstancias-. Conclusión que queda
formulada en las últimas líneas del texto: “A tiempo le llegó la última
revelación, que no dejó certezas, sino la incertidumbre”. La incertidumbre, digo yo, o la nada: la nada
de una época que aún hoy sigue manando su estulticia, sus incertezas, su nada.