Opiniones de Hernán Rodríguez Castelo sobre LA VÍA NOCTURNA de Nicolás Jiménez extraídas del ensayo publicado en www.hernanrodiguezcastelo.com
La vía
nocturna de Nicolás Jiménez Mendoza es
una novela río, narrada desde un presente indeciso y tomando las aguas desde
pocos años atrás, casi una década -"conservo una pequeña agenda del año
59, en la que he registrado el tedio vivido día a día"-, por José Elías
Arcos (para la jorga "Pepelías"), de la pequeña burguesía del barrio
de San Roque, que comenzó por lo ordinario -colegio, algo de universidad, el
modesto empleo- pero dio con el camino de la noche, "que no es heroico
-dice- sino salida de lo cotidiano". Y ese camino fue la bohemia.
La bohemia del narrador no sería la del borracho, aunque tantos
recuerdos se evocan al amor de unas cervezas en bares o de los tragos fuertes
en prostíbulos: sería la del gozador del sexo. El disfrute del sexo es
verdadero leitmotivo de esta "vía".
El clima es la noche.
Y el escenario, Quito. Este incansable caminar nocturno por las calles
del Quito de los cincuentas y los sesentas, recalando en salas de baile y
cantinas y en prostíbulos, construye la gran novela del Quito de noche.
"Asumí la Vía y la urbe me acogió en su vientre prodigioso", que dice
el narrador-actor.
Las oficiantes de los misterios de la noche son las putas. Esta novela,
que exalta una vida nocturna rica de placeres, ahonda, desde la mirada de este
bohemio crítico en el sentido de esas mujeres, en quienes admira -en contra de
la generalizada opinión burguesa- su libertad.
Y los templos del ritual nocturno eran los cabarets o night
clubs. "recuerdo al Bagatelle y al Pigalle que luego fue el Moulin
Rouge, propiedad del francés Norris.
Quedaban por la calle 18 de Septiembre. También al norte de El Ejido quedaba el
Boris...". "Un dermatólogo especialista en venéreas, ni más ni menos,
instaló un cabaret en el piso superior de los Caldos de la Pedro Fermín
Cevallos"... A esos o templos -antros para el moralista burgués- iban también
los "paganos"...
Y una de las líneas críticas de la novela, de las más duras y hasta
crudas, era la de la vida sexual doméstica de una alta burguesía, hecha de
frustraciones, hipocresías y mentiras.
La liturgia de ese culto era la liturgia carnal, y la preparación para
la liturgia misma, o antesala de ella, el baile.
El frenesí del ritual nocturno se alcanza en el baile. Los primeros
pasos del narrador por la Vía, con algo de iluminaciones o vivencias profundas,
se dan en el baile. Bailando con Leda al son de los tambores y el canto de La
Negra Caliente, abrazados los dos "y haciendo giros perfectos",
"estuve en éxtasis, en conjunción con la luz, la vida, la música y el
movimiento. Se me reveló una dimensión nueva, se abrió un mundo para mí, o dio
vuelta el que conocía y su envés estaba en el cielo".
Nada intelectual y ordenado -un caos-; como las embriagueces de los
cultos mistéricos. Cuando, al final, el narrador, acosado por variada suerte de
frustraciones, busque dar coherencia a todas las exaltaciones,
embriagueces, voluptuosidades y frenesí
de su entrega a la Vía fracasará.
Tendrá el narrador en el curso de la Vía revelaciones e iluminaciones
-alguna en trance, tras haber fumado hierba- pero ninguna de ellas le dará
piedras sólidas para esa frustrada construcción final. Porque, buscando la
ascensión, se hunde cada vez más bajo: "Es que yo sentía ese llamado desde
los extremos, la verdad de la vida parecía estar siempre allá, en la urgencia
del abismo" y "placeres desesperados, por los que yo creí ser fiel a
la Vía, que parecía por entonces más tenebrosa que nunca", son textos que,
ya hacia el final, tientan el balance de
este perplejo homo viator.
Pero la bohemia no es solo bailar frenéticamente y culminar ese frenesí
en el sexo. No lo es ni siquiera en esta novela. Es conversar. Esas largas,
deshilvanadas, entre ingeniosas y amargas, charlas de los bohemios en largas
veladas al amor de unos tragos. La novela atiende a esa cara de la bohemia. Se
corta el flujo de la introspección y confidencia con pasajes dialogados, en que
cada parlamento comienza con la enunciación del que habla. Retóricamente
resulta recurso feliz para romper el peligro de monotonía que en tramos acecha
a tan largo recordar. Los personajes que
hablan se hacen conocidos del lector, y lo que traen a la mesa de la cantina
son críticas del entorno quiteño -algunas de gentes reconocibles, como para
invitar a buscar al esperpento apenas oculto por un nombre deformado-,
graciosas ocurrencias, confesión de horas lúgubres. Y hasta poemas y citas
filosóficas. Hay el dialogante que, sin romper el hilo de la tertulia, cita a
Schopenhauer o a Nietzche. Y la reflexión, iconoclasta y libre, llegaba hasta
el tema de la muerte, porque Milton la veía cerca. De los poetas, son dos los que esos
viandantes de la noche aman y admiran: César Dávila Andrade y David Ledesma.
Pero, de vez en vez, el Divino mediocre les hacía "el beneficio" de
lecturas como "Saludo del policía al mundo", que comienza:
"Hombre de bondad infinita / que ante lo inefable del dolor humano, / sabe
abrir su corazón, / entregando acucioso su acción, / y siendo digno de toda
consideración". Pero ese conversar bohemio se extendía, disperso y entre festivo y grave, a
más.
¿Y el final de la Vía?
El narrador busca un final. Una prisión le ha hecho sentir la necesidad
de un final. Y prepara ese final el balance del haber caminado la Vía.
Intenta volver a la Vía, pero se sume en frustración, desencanto y
aburrimiento. Se siente en una "cultura nueva". "¿Cuál podía ser
mi proclama, mi mensaje -se pregunta, sintiéndose al final de la Vía-? Nada
ético, imágenes vagas, que la felicidad está entre los hombres, en todas partes
y en ninguna, nada más". Se queda solo y en uno como exilio.
Siente la presencia de otro ser en él...
Tuvo, confiesa, "epifanías". Una luz que lo traspasó.
"Tuve un orgasmo abismal que jamás había sentido ni sentiría en adelante.
Eyaculé, me di cuenta más adelante de que lo hice. Fue una cópula
mística". Y experimenta en el corazón "la caricia de la virgen"
un 15 de agosto.
Pero fueron dice "experiencias temporales", y un contertulio
le dijo "que podían deberse a la marihuana".
La revelación última, en su cuartucho miserable, fue la de la soledad,
"la soledad en que radica la existencia humana". "No había dios
ni mundo, ni siquiera deseo de que los hubiese, ni añoranza de que alguna vez
los hubiera". "Dios es ajeno al mundo". Y las iluminaciones no
pasaban de alucinaciones.
¿Dejó por eso la fiesta? "¡Qué va! la fiesta era todavía parte
indispensable del camino, lo más fino y perfilado de la Vía. Yo bailaba lo
necesario y después a lo principal".
El siquiatra Riofrío, consultado por un amigo de Pepelías, el Filoteo,
había dictaminado un cuadro esquizoide: el sujeto concebía ideas ilusorias, se sentía lo
máximo. Y seguramente tenía razón. Pero solo parcialmente. En ese obscuro final
sin final de La Vía el viandante estaba por encima de la vulgaridad de lo
cotidiano, de lo burgués, de lo mercantilista y fenicio; entre todo eso y la
nada; en el centro de la realidad, "o sea en ninguna parte". De allí
un aferrarse, de náufrago, a las últimas pocas cosas buenas de la vida.
Y, entonces, ¿el mensaje?
Pregunta fenicia: la gran literatura no
termina en un prosaico mensaje; mejor, toda ella es mensaje. El que importa
haber convivido con lo visceral de lo humano desde lo más simple a lo complejo;
de lo al parecer epidérmico a lo hondo; del vagabundear bohemio por las noches
de una ciudad hasta el frenesí de la fiesta, el baile y el placer sexual. De
haber caminado por una Vía, que no era sino vía...
Agosto del 2014
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