domingo, 24 de agosto de 2014

Eduardo Naranjo sobre LA VÍA NOCTURNA, novela de Nicolás Jiménez




LAS NOCHES DE QUITO
Eduardo F. Naranjo C.

Describir una urbe escarbando recuerdos para construir un pasado, que es historia, y enlazar vivencias de personajes con típico humor quiteño, es obra de prodigiosa memoria y creatividad, con la que Nicolás Jiménez Mendoza cuenta las peripecias eróticas de quienes circulaban por la capital en aquellos nostálgicos años sesentas y setentas.

Su última obra “La Vía Nocturna” recorre las noches bohemias de cabarets y cantinas que envolvían la ciudad esos días, donde un “chulla” del barrio de “San Roque” narra sus percepciones y aventuras matizadas por la sensualidad reprimida que marcaba a los jóvenes, cuando la sociedad estaba atenazada por creencias religiosas y morales fabricadas.

Este viaje por las noches de la ciudad, con tantos personajes y apodos, recordará a quienes estuvieron allí, en ese viejo Quito, como eran las cosas. Jiménez detalla calle por calle, esquina por esquina, cantinas de bohemios atormentados, clubes nocturnos en toda la periferia, donde desfilan mujeres de toda talla, arrastrando penas y alegrías en una maraña de situaciones; de igual forma jóvenes en busca del “amor”, que ingenian mil formas para lograr sus propósitos.

En esta obra de aventuras eróticas también aparecen personajes reales de la política, que son descritos con sus propios “atributos” y acciones acertadas y desacertadas. Es un relato que gustará mucho a todos quienes recorrieron esas calles y burdeles de diferente calado, donde encontraron aquello que pudieron y desearon. Reverdecerán las neuronas un tanto marchitadas por el tiempo, pero grabadas de recuerdos de una vida que fue. Los jóvenes de hoy sabrán la historia oculta de sus antecesores. Contiene además un plano
del Quito de entonces, donde se marcan con precisión aquellos “lugares de placer”.


 Publicación tomada de Diario La Hora, viernes 7 de marzo del 2014

Hernán Rodríguez Castelo sobre "LA VÍA NOCTURNA" de Nicolás Jiménez


Opiniones de Hernán Rodríguez Castelo sobre LA VÍA NOCTURNA de Nicolás Jiménez extraídas del ensayo publicado en www.hernanrodiguezcastelo.com

La vía nocturna  de Nicolás Jiménez Mendoza es una novela río, narrada desde un presente indeciso y tomando las aguas desde pocos años atrás, casi una década -"conservo una pequeña agenda del año 59, en la que he registrado el tedio vivido día a día"-, por José Elías Arcos (para la jorga "Pepelías"), de la pequeña burguesía del barrio de San Roque, que comenzó por lo ordinario -colegio, algo de universidad, el modesto empleo- pero dio con el camino de la noche, "que no es heroico -dice- sino salida de lo cotidiano". Y ese camino fue la bohemia.

La bohemia del narrador no sería la del borracho, aunque tantos recuerdos se evocan al amor de unas cervezas en bares o de los tragos fuertes en prostíbulos: sería la del gozador del sexo. El disfrute del sexo es verdadero leitmotivo de esta "vía".

El clima es la noche.

Y el escenario, Quito. Este incansable caminar nocturno por las calles del Quito de los cincuentas y los sesentas, recalando en salas de baile y cantinas y en prostíbulos, construye la gran novela del Quito de noche. "Asumí la Vía y la urbe me acogió en su vientre prodigioso", que dice el narrador-actor.
   
Las oficiantes de los misterios de la noche son las putas. Esta novela, que exalta una vida nocturna rica de placeres, ahonda, desde la mirada de este bohemio crítico en el sentido de esas mujeres, en quienes admira -en contra de la generalizada opinión burguesa- su libertad.
   
Y los templos del ritual nocturno eran los cabarets  o night clubs. "recuerdo al Bagatelle y al Pigalle que luego fue el Moulin Rouge, propiedad del  francés Norris. Quedaban por la calle 18 de Septiembre. También al norte de El Ejido quedaba el Boris...". "Un dermatólogo especialista en venéreas, ni más ni menos, instaló un cabaret en el piso superior de los Caldos de la Pedro Fermín Cevallos"... A esos o templos -antros para el moralista burgués- iban también los "paganos"...
   
Y una de las líneas críticas de la novela, de las más duras y hasta crudas, era la de la vida sexual doméstica de una alta burguesía, hecha de frustraciones, hipocresías y mentiras.
   
La liturgia de ese culto era la liturgia carnal, y la preparación para la liturgia misma, o antesala de ella, el baile.
   
El frenesí del ritual nocturno se alcanza en el baile. Los primeros pasos del narrador por la Vía, con algo de iluminaciones o vivencias profundas, se dan en el baile. Bailando con Leda al son de los tambores y el canto de La Negra Caliente, abrazados los dos "y haciendo giros perfectos", "estuve en éxtasis, en conjunción con la luz, la vida, la música y el movimiento. Se me reveló una dimensión nueva, se abrió un mundo para mí, o dio vuelta el que conocía y su envés estaba en el cielo".
   
Nada intelectual y ordenado -un caos-; como las embriagueces de los cultos mistéricos. Cuando, al final, el narrador, acosado por variada suerte de frustraciones, busque dar coherencia a todas las exaltaciones, embriagueces,  voluptuosidades y frenesí de su entrega a la Vía fracasará.
   
Tendrá el narrador en el curso de la Vía revelaciones e iluminaciones -alguna en trance, tras haber fumado hierba- pero ninguna de ellas le dará piedras sólidas para esa frustrada construcción final. Porque, buscando la ascensión, se hunde cada vez más bajo: "Es que yo sentía ese llamado desde los extremos, la verdad de la vida parecía estar siempre allá, en la urgencia del abismo" y "placeres desesperados, por los que yo creí ser fiel a la Vía, que parecía por entonces más tenebrosa que nunca", son textos que, ya  hacia el final, tientan el balance de este perplejo homo viator.
   
Pero la bohemia no es solo bailar frenéticamente y culminar ese frenesí en el sexo. No lo es ni siquiera en esta novela. Es conversar. Esas largas, deshilvanadas, entre ingeniosas y amargas, charlas de los bohemios en largas veladas al amor de unos tragos. La novela atiende a esa cara de la bohemia. Se corta el flujo de la introspección y confidencia con pasajes dialogados, en que cada parlamento comienza con la enunciación del que habla. Retóricamente resulta recurso feliz para romper el peligro de monotonía que en tramos acecha a tan largo recordar. Los personajes  que hablan se hacen conocidos del lector, y lo que traen a la mesa de la cantina son críticas del entorno quiteño -algunas de gentes reconocibles, como para invitar a buscar al esperpento apenas oculto por un nombre deformado-, graciosas ocurrencias, confesión de horas lúgubres. Y hasta poemas y citas filosóficas. Hay el dialogante que, sin romper el hilo de la tertulia, cita a Schopenhauer o a Nietzche. Y la reflexión, iconoclasta y libre, llegaba hasta el tema de la muerte, porque Milton la veía cerca.  De los poetas, son dos los que esos viandantes de la noche aman y admiran: César Dávila Andrade y David Ledesma. Pero, de vez en vez, el Divino mediocre les hacía "el beneficio" de lecturas como "Saludo del policía al mundo", que comienza: "Hombre de bondad infinita / que ante lo inefable del dolor humano, / sabe abrir su corazón, / entregando acucioso su acción, / y siendo digno de toda consideración". Pero ese conversar bohemio se  extendía, disperso y entre festivo y grave, a más.
   
¿Y el final de la Vía?
   
El narrador busca un final. Una prisión le ha hecho sentir la necesidad de un final. Y prepara ese final el balance del haber caminado la Vía.
   
Intenta volver a la Vía, pero se sume en frustración, desencanto y aburrimiento. Se siente en una "cultura nueva". "¿Cuál podía ser mi proclama, mi mensaje -se pregunta, sintiéndose al final de la Vía-? Nada ético, imágenes vagas, que la felicidad está entre los hombres, en todas partes y en ninguna, nada más". Se queda solo y en uno como exilio.
   
Siente la presencia de otro ser en él...  
   
Tuvo, confiesa, "epifanías". Una luz que lo traspasó. "Tuve un orgasmo abismal que jamás había sentido ni sentiría en adelante. Eyaculé, me di cuenta más adelante de que lo hice. Fue una cópula mística". Y experimenta en el corazón "la caricia de la virgen" un 15 de agosto.
   
Pero fueron dice "experiencias temporales", y un contertulio le dijo "que podían deberse a la marihuana".
   
La revelación última, en su cuartucho miserable, fue la de la soledad, "la soledad en que radica la existencia humana". "No había dios ni mundo, ni siquiera deseo de que los hubiese, ni añoranza de que alguna vez los hubiera". "Dios es ajeno al mundo". Y las iluminaciones no pasaban de alucinaciones.
   
¿Dejó por eso la fiesta? "¡Qué va! la fiesta era todavía parte indispensable del camino, lo más fino y perfilado de la Vía. Yo bailaba lo necesario y después a lo principal".
   
El siquiatra Riofrío, consultado por un amigo de Pepelías, el Filoteo, había dictaminado un cuadro esquizoide: el sujeto  concebía ideas ilusorias, se sentía lo máximo. Y seguramente tenía razón. Pero solo parcialmente. En ese obscuro final sin final de La Vía el viandante estaba por encima de la vulgaridad de lo cotidiano, de lo burgués, de lo mercantilista y fenicio; entre todo eso y la nada; en el centro de la realidad, "o sea en ninguna parte". De allí un aferrarse, de náufrago, a las últimas pocas cosas buenas de la vida.
   
Y, entonces, ¿el mensaje?
   
Pregunta fenicia: la gran literatura no termina en un prosaico mensaje; mejor, toda ella es mensaje. El que importa haber convivido con lo visceral de lo humano desde lo más simple a lo complejo; de lo al parecer epidérmico a lo hondo; del vagabundear bohemio por las noches de una ciudad hasta el frenesí de la fiesta, el baile y el placer sexual. De haber caminado por una Vía, que no era sino vía...


 Agosto del 2014