Cuento por Nicolás
Jiménez Mendoza
La
señorita Robayo vivía en el barrio de La recoleta, en la calle Maldonado, decía
que la casa era la misma donde nacieron ella y sus hermanos. Ahora ocupa parte
del segundo piso con su hermana Lucrecia, casada con don Edison Hinojosa y Yépez,
noble por padre y madre, dueños de haciendas por Quinsapicha, pero sin hijos,
decían que era culpa de ella, porque se le conocían hijos ilegítimos a don
Édison, por lo menos, en la mujer del carpintero Rengifo y en la cuñada de
Guillermina Rodríguez. Se supo que las malas lenguas llamaban a las hermanas
“la mula blanca y la mula negra”, porque ambas serían estériles.
La señorita Ana Quintina Robayo Mena, que así constaban sus nombres completos, era pequeña, morena, con el pelo corto y lacio, debía tener atributos femeninos de toda mujer, pero ella parecía querer disimularlos enfundándose en ternos estilo sastre de corte militar, flojos y chorreados, o abrigos espesos y largos, con cuellos altos. Mientras que Lucrecia era flaca pero blanca, de movimientos imprecisos, tembleque, y se avergonzaba de serlo, cuando trabajó en el museo, ordenando y aseando piezas de la reserva, se quedaba al último para cobrar el sueldo a fin de que no la vieran firmar con mano temblorosa.
La casa que habían heredado tenía dos patios, en el de adelante vivían las dueñas, en el piso de arriba, donde también había dos pares de piezas con puerta al corredor, que arrendaban a gente escogida, en el piso bajo del primer patio había nueve piezas de arriendo, inclusive dos locales con puerta a la calle donde tenían talleres de sastrería, el Manuel Montaquiza, que hacía y arreglaba uniformes militares, y de carpintería el maestro Alfredo Carrión. En el patio de atrás arrendaban unas piezas altas, que parecían pajarera, a los Gallardos y abajo estaban la letrina que servía a todo el piso, a la que se llegaba por un pasadizo angosto, el cuarto de la leña y el cuarto de la Concha, una cretina que servía de guardiana y portera del servicio higiénico y tenía cuatro gatos.
La
señorita Quintina pertenecía a la Acción Social Católica, cuyo núcleo en la
parroquia La Recoleta funcionaba en el Convento del Buen Pastor, que tenía una
Capilla detrás de una gran muralla y frente a una plaza amplia con una fea
escultura en piedra que se decía era el Buen Pastor, en el centro. También
funcionaba ahí el despacho del cura, Gaspar Egas Donoso O.P. La señorita
Quintina era infaltable en la misa de las 7 de la mañana, se deslizaba con
pasos cortos y rápidos, por la calle Maldonado, a veces con mantilla negra y
las manos frotándose entre sí por el frío, en ocasiones por la fina lluvia
quiteña impertinente y pertinaz. Taconea al caminar porque usa zapatos con tacón
medio pero grueso; cuando camina por el corredor de madera, en la casa, la
escuchan hasta los vecinos. Con frecuencia va por ese corredor regando las
macetas grandes, verdes, labradas, antiguas, con su colección de quince
variedades de geranios.
Cuando la señorita Quintina cumplió cuarenta y dos años de edad ya era presidenta de la Acción Social Católica de la parroquia, sus compañeras en esa labor, antiguas amigas, alguna desde el colegio, eran Guillermina Rodríguez, Guillermina Durán, Fredia Poveda, Luisa Franco y Marujita Prado, todas maduras, de edades cercanas a la de la señorita Quintina. Trabajaban en consejería a las alumnas, todavía el Buen Pastor tenía restos de la institución correccional que fue en su origen, en tiempos de García Moreno, encargada de educar y reformar a jóvenes descarriadas. La señorita Quintina conoció ahí a una chica muy bonita a quién llevó al internado del Buen Pastor el padre López desde la Misión en Pastaza, Zobeida Maridueña, que estaba acabando con los matrimonios cristianos con sus técnicas que ella llamaba “Shuarse Kus“ y Des viels buterflais“ que aprendió de unas prostitutas alemanas que trabajaron ocasionalmente en esa ciudad. Todos decían que el cura tenía de una de sus amantes a Zobeida, pero a la señorita Quintina no le importaba, se amistó con la chica y le fomentó el gusto por los aplanchados de leche con galletas de vainilla.
Se decía que el padre López Donoso se alcanzaba para todas las chicas de la Acción Social, su favorita, entre ellas, habría sido Marujita Prado, morena llenita y con rica madurez. Además, Marujita se distinguía por ser coqueta y nalga suelta, como decían las malas lenguas. Aparte de la consejerías, la Acción Social tenía a cargo la enseñanza del catecismo a los niños pobres que iban a escuelas laicas, y la preparación para la primera comunión que se hacía en mayo. Por último, la Acción Social de la parroquia se encargaba de distribuir entre los necesitados los alimentos que donaba la AID, o sean lo que regalaban los gringos por propaganda de su país y de su presidente Kennedy, eran botes de aproximadamente un galón, conteniendo sémola, trigo, arroz y maíz triturados y granulados, que eran nuevos aquí y servían para hacer papillas y sopas, en otras latas había leche en polvo y en otras quesos semimadurados. Porque a la señorita Quintina le regalaba, el padre López, mayores cantidades de esos alimentos y en especial el queso, del que llegaba a reunir hasta doce tarros, y gustaba especialmente y comía tanto que le hacía estragos en la digestión.
No todos sabían cómo se llamaba la sencilla, piadosa y caritativa mujer, pero todos quienes la habían visto se referían a ella como la beata, y a las compañeras les decían igual, eran las beatas del barrio. Nunca se supo que ellas practicaran las penitencias que santificaban a las mujeres subidas al altar, ni en sueños se les habría ocurrido ponerse silicios en las piernas, ni darse quemazones con la plancha, ni azotes con una correa. No estamos neuróticas, quizás habrían dicho ellas, a quien les preguntara si ejercían ese tipo de santificación, tampoco habían visto demonios en forma de tipos desnudos que las invitaban a la perdición, no se habían privado de nada, se conocían mutuamente los amantes, unos reales y otros imaginados pero muy posibles para cada una. Con el grupo de acción hacían caridad a los huérfanos, daban lecciones a los niños para que se nivelaran con los cursos escolares, ayudaban a los enfermos conocidos o recomendados, visitaban a los presos, esposos de mujeres pobres, que habían caído por escándalo público o deudas en la tienda.
La señorita Quintina hacía todo ese trabajo aparte y por su cuenta, en su casa, en el barrio y hasta en el Centro de la ciudad, a donde iba unas veces a la Tercera Orden de San Francisco para atender a unos pobres y pagar cuotas para el teatro franciscano y asistir a sus presentaciones. Era golosa, tenía caserías que le proveían de manjar blanco, aplanchados de leche, confites de miel de abeja, delicados, galletas de vainilla y raspadura amelcochada. No era pues una mujer ejemplar, casada con hijos y esposo a quienes cuidar, nada tenía de la santidad anoréxica y solitaria de la beatitud clásica. Tampoco pertenecía al grupo de mujeres de cuerpos puros que no habían conocido el gozo del pecado carnal. La señorita Quintina y sus compañeras eran como las voluntarias que le quedaban a la Iglesia para hacer los servicios seglares, la nobleza que incluía la alta beatitud y santidad ya no existía o no aparecía más. Estas beatas lo eran en la vida ordinaria, en la vida de barrio, allí respetadas y hasta admiradas y también siendo materia de burla y escarnio.
La señorita Quintina no tenía esposo ni hijos, ni quería tenerlos, pero tenía inquilinos a quienes pastorear y vecinos de un populoso barrio donde la pobreza afectaba a la mayoría y donde buena parte de los que pertenecían a la clase media baja, empleados de ministerio, dependientes de almacenes de judíos y árabes, sufrían por escasez de dinero, alcoholismo y falta de alimentación, no solamente iguales y peores de los que afectaban a la clase baja sino, además, vergonzantes, el fingir una posición económica solvente, cuando en realidad era calamitosa y endeudada, les producía un sufrimiento muy grande. La señorita Quintina tenía una libreta donde apuntaba los préstamos que hacía, y los apuntaba en vano, casi siempre, tenía registros de préstamos de hace siete años.
Tenía dos hermanos varones, uno vivía en Jipijapa y otro en el centro de la ciudad pero nunca la visitaban, ni la señorita Quintina iba a verlos, quien si iba donde ella muy seguido era su sobrino Vicente al que llamaba mi Negrito Viche, al que agasajaba con sus manjares, incluido el queso de la AID que le encantaba. Ese sobrino que iba el rato menos pensado fue testigo de que la señorita Quintina recibía en su dormitorio y en su cama, bajo el Crucifijo atribuido a Sangurima, al carpintero Carrión. Fue al anochecer, Vicente iba a pedirle una moneda para pagar el bus para el Centro, tocó la puerta y la tía se demoró en abrir, cuando abrió, Vicente alcanzó a ver que el carpintero salía por la otra puerta; además, el dormitorio apestaba, seguramente el carpintero era sucio y olía mal. El mismo sobrino Vicente encontró, entre periódicos y revistas viejas que la tía guardaba en un mueble que llamaba la librería, una fotografía del sargento Morales, con uniforme militar que incluía botas y gorra, con la leyenda, al dorso “para que no te olvides de tu Pobre Negro”, por lo que el sobrino dedujo que el sargento Simón Morales, inquilino de dos piezas en el segundo piso, también se había acostado con la tía. Y, por último, la otra tía, la temblorosa Lucrecia, que no tenía agua en la boca, le contó a Vicente, que ya estaba maltoncito, que a su marido, de ella Lucrecia Robayo, don Édison Hinojosa y a su hermana Quintina, los trincó en la misma cama, la vez que tuvo calentura en el museo y pidió permiso para irse a la casa, allí estuvo don Édison lluchitico, peludo y medio colorado, como ella misma nunca lo había visto en su dormitorio, y la burra de la Quintina, despeinada, con el camisón de dormir alzado. O sea que la beatitud de la señorita Quintina no se fundaba en la pureza, pensaría el sobrino Vicente al que nada de eso hizo cambiar el cariño que sentía por la señorita Quintina, su tía. Además todos creían que le pagaba los quesos de la AID con alguna ofrenda sexual al padre Egas, el infatigable gozador de las hermanas de la Acción Social. Y decían que el zapatero Díaz, también; y el canijo de la papelería Aficiones, también.
Ellas no tienen un núcleo propio donde representar y ejecutar sus funciones, ni un hogar, ni un esposo, ni una familia las acoge y las controla. Las solteronas no pueden ser catalogadas como ángeles del hogar, y menos como ejemplares de belleza femenina. La señorita Quintina decía que nunca bailó, pero había sido infaltable en las fiestas y farras del grupo, para vigilar que la cuñada de Guillermina Rodríguez no se metiera al escusado, cuando había descuido general, a hacer cosas con un chulla; la mujer se aficionaba del primer guachafo peinado a la gomina y se metía a los escusados con él para hacer chiquichá, la señorita sacó a gritos a la pareja en un par de ocasiones. Se sentaba inmóvil con el terno estilo sastre más claro, los pies juntos, dándole sorbitos al vaso de Orangine, y con el ojo atento.
Aunque a la
señorita Robayo le vieran algunos como beata, peyorativamente, no dejaban de
pedirle favores y cuando necesitaban algo, la primera que se les venía a la
mente era la beata. Quien sino ella estaba lista para separar al sastre
Montaquiza y a su mujer la Luzmila, que nunca peleaban, salvo las veces en que
bebían juntos cantidades fenomenales de chicha y guarapo, entonces la enorme y
follonuda Luzmila aporreaba al enclenque sastre, su marido, en una ocasión le
abrió el cuero cabelludo con la plancha, llamaron a la policía, y la señorita
Quintina tuvo que untarles unas ayoritas para que se fueran sin apresar a
nadie, luego subió a traer alcohol, algodón y gasa para curar la herida del
planchazo, retó a la mujerona y dejó al matrimonio para que durmiera la chuma.
La capilla del Buen
Pastor tenía una sola nave y cúpula sobre el altar, recibía cada domingo, a las
07:00, a los feligreses que iban a misa. Las monjas, a través del tiempo,
habían pintado flores y adornos y ángeles en los muros, la señorita Quintina
rezaba arrodillada en su propio reclinatorio. Las gentes le encargaban pedir
por tal o cual causa, y pronto se había hecho común saber que sus oraciones
eran eficaces, ella decía que el Arcángel Miguel era su amigo personal y
efectivo enviado de Dios para hacer favores de emergencia a los necesitados.
Así como tenía una libreta donde apuntaba los préstamos que nunca iba a cobrar,
tenía otra donde hacía constar los problemas de la gente para que la gracia y
los ángeles los solucionaran, la mayoría era de conseguir dinero para llenar
necesidades urgentes, pero algunos pedían conversión de hijos o padres, de
hijas que se descarriaban y de maridos infieles, había muchos que pedían salud
estando enfermos de tuberculosis, de úlceras estomacales, riñones podridos y
cánceres en una y otra parte del cuerpo. Y decían las gentes que por oraciones
de la beata se había producido la curación milagrosa de cánceres y
tuberculosis, incluso de una lepra, también se habían producido conversiones
milagrosas de maridos borrachos y jóvenes afeminados. En fin, una vez fue una
mujer a darle las gracias porque su cáncer de seno había desaparecido y el
milagro había hecho convertirse al doctor casposo y atolondrado que la había
desahuciado.
Pero la gente habla nomás, se podría decir, si es que no se hubiera también manifestado la otra parte. Porque resulta que ya se habían curado de la atrofia muscular progresiva las patas del Casimiro, el hombrecito que patojísimo y descalzo barría los dos patios de la casa por cuanto le dejaban dormir en uno de los corredores bajos y guardar esteras y cobijas debajo de la escalera. Fue un milagro a la vista de todos, los inmensos pies sucios y costrosos se normalizaron y se frenó su enfermedad, que un especialista que le hizo exámenes en el San Juan de Dios diagnosticó: distrofia muscular degenerativa avanzada. En ese milagro no cabían los comadreos de “aquí puse y no aparece”, se produjo, lo vio todo el mundo y ya, en la fiesta por la fundación de Quito, el Casimiro bailó con sus patas lluchas de saurio, sanjuanitos zapateados, toda la noche. Pero también ocurrió que la señorita Quintina usando el hisopo del Hipólito, albañil propio de la casa que conocía la cubierta teja por teja y sabía calzarlas para suprimir las goteras que hacía el invierno y, aprovechando unas calciminas que habían sobrado, pintó la pared exterior del cuarto de la leña, con brochazos torpes y desiguales, aplicó la mezcla de dos colores con el blanco y ahí quedó la cosa. Pero cual no sería la sorpresa de los habitantes de la casa y luego de los vecinos que concurrían a ver el prodigio, en la pared del cuarto de la leña estaba la Virgen Inmaculada, no esbozada y como sombra, sino perfecta, con rostro precioso, su trono de nubes y la luna a sus pies. Llamaron a la señorita Quintina para que viera la imagen de la Virgen aparecida, ella bajó y no se inmutó, se arropó con la chalina a cuadros y subió a cuidar que no se le quemara la colada de haba que estaba cocinando.